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lunes, 21 de diciembre de 2015

Textos de cierre del Taller Permanente de Novela

Esta serie de relatos forman parte del Cierre del Taller Permanente de Novela en su ciclo 2015. Dirigido por Elisa Montesinos*, el Taller trabaja los textos de los estudiantes desde una perspectiva doble: teórico y técnica; esto a través de distintos ejercicios. Estos textos son parte de la producción de este año y, además, serán leídos en la Lectura de Cierre del Taller:

www.facebook.com/events/794842603978666/


En el lago 
Por Arturo Cuevas

La orilla del lago Caburga lucía tranquila aquella mañana. La transparente bruma lentamente se disolvía dando paso al sol que se levantaba desde las montañas, del lado oriente del país. En la cabaña, custodiada por el personal de seguridad encargado de proteger a las más altas autoridades de Chile, todo estaba en aparente calma. Excepto por la mujer vestida con un sencillo albornoz crema, en evidente estado de agitación. Había dejado su café recién preparado sobre el mesón de granito gris de la cocina, para leer una nota que le habían dejado en la mesa. Tenía las letras de distintas tipografías, recortadas de alguna revista y pegadas en orden para dar un mensaje, alarmante en realidad. La hizo pensar en su hija, quien dormía en una de las habitaciones. ¿Qué broma es esta?, pensó con enfado y preocupación. –¿Gonzalo?– llamó con timbre nervioso. El guardaespaldas entró en la recién remodelada sala de estilo americano con seria solicitud y leyó la carta que la regordeta mujer le entregaba, bajo una mirada inquisitiva. Apenas un minuto después, la casa voló por los aires a causa de la gran explosión que quebró la quietud de todo el lago. –¡Qué mierda!– fue lo único que atinó a decir uno de los atónitos guardias, levantándose adolorido luego de haber salido despedido de su lugar por la onda expansiva. La casa de veraneo de la presidenta de la República había desaparecido, y en su lugar sólo quedaban los escombros que se calcinaban por el voraz incendio. 



Merluza frita

Por Carolina Oyarzo


Cuatro y media de la mañana y suena el despertador. Carmen se levanta como de costumbre a preparar el desayuno a su marido y encender el fuego de la estufa, de modo que la cocina esté algo más temperada cuando sea hora de levantar a los niños. Amador engulle rápido la merluza frita y el café que le prepara su mujer y parte a la labor en su lancha, junto a su compadre Memo. Allí en medio del mar, ya conocidos y navegados de principio a fin todos los recovecos de la zona, se fondean en el lugar previsto y dejan caer sus anzuelos, confiados en que el mar sea una vez más generoso con ellos. La pesca es abundante esta madrugada, y a eso de las ocho de la mañana ya están de vuelta en la isla. Carmen de regreso de haber encaminado a los niños a la escuela, lo espera en la orilla de la playa. El compadre Memo se baja y ayuda a Carmen a subir a la lancha. Juntos parten marido y mujer a la caleta, donde se comercializa lo obtenido. Una vez en el puerto, Amador deja la mercancía en manos de Carmen y regresa solo a la isla. 

A un costado de los botes de la caleta, entre el continuo pasar de las gaviotas, están los puestos de la feria. Carmen se ubica en el suyo, el número nueve, y una vez ordenado y dispuesto todo, comienza a limpiar la sierra y merluza que le entregara Amador. Su vecina de puesto, la Meche, vive cerca de la caleta y ya está instalada entre almejas y choritos. Al igual que el resto de los feriantes a esa hora, comadrean un rato sobre hijos y quehaceres, mientras terminan de preparar sus pescados antes de que comiencen a llegar los clientes. Al rato, a pesar de la neblina y frío costeros, las primeras en llegar son las dueñas de cocinerías, fieles compradoras que pasan temprano por la feria para abastecer su local y deleitar a sus consumidores con los frutos del mar.

Más tarde llegan las "caseritas", abnegadas dueñas de casa, en busca de ingredientes frescos para el almuerzo del hogar. No todos los días el mar cede sus bienes con tanta facilidad, pero la feria rebosa de suministros esta mañana. A la vista queda que la pesca fue fructífera, sin embargo, no todos los puestos logran vaciar su mercadería y no es la excepción el puesto de Carmen. Los últimos en pasar por la feria, ya a una hora en que todo isleño ha comido, son turistas y uno que otro rezagado que se quedó enredado entre las sábanas. Al terminar la jornada, Carmen aún no ha vendido algunas merluzas, mejor suerte para la próxima. Por la tarde, los comerciantes amontonan sus desperdicios y desarman sus puestos. Carmen se sube a la lancha de sus vecinos y regresa a la isla con los pescados que no logró vender.



Al día siguiente la merluza desperdiciada se come frita al desayuno.



Cajita Feliz


Por Alessio Cavalli 


Que las fiestas de fin de año, religiosas o patrias tienen cualquier significado menos el que realmente representan, es una realidad que en mi caso he visto desde que tengo uso de razón. A medida que se instalan más tradiciones americanas en nuestra cultura, las fiestas pasan a ser una aventura total de consumismo. Es así como navidad se asocia a largas horas de estrés adentro de un mall comprando regalos para toda la parentela; semana santa para algunos es irse a Cancún, Miami o alguna playa del litoral central; y fiestas patrias se asocia a comida, carrete y alcohol. No digo que yo no disfrute de esas cosas, pero desde hace varios septiembres siento una gran añoranza, que incluso ya casi se torna en obsesión: recibir una cajita de fiestas patrias.

La empresa para la que trabajo no tiene ese beneficio, pero este año se supo que a los miembros del reciente formado sindicato se les daría una de estas cajas, y según lo que se anticipaba iba a estar bastante buena. Por lo tanto, no lo pienso dos veces y me sindicalizo. Quedo con un poco de tortícolis de tanto asentir y dar mi aprobación a los futuros proyectos que el presidente sindical me cuenta, la verdad es que me importa un carajo lo que habla. Yo simplemente oigo, pero no escucho, por mi mente solo desfilan las imágenes del ritual que llevaré a cabo cuando abra la cajita y de lo linda que se verá la mercadería perfectamente ordenada en mi despensa. Una vez que firmo el libro que me hace oficialmente miembro del sindicato, me comunican que como estábamos muy encima de fiestas patrias, es probable que no me toque caja porque ya están todas repartidas, aunque queda la opción que alguien no la retire y en ese caso avanzaría en la lista de espera. Estoy dos días preocupado, preocupadísimo, casi sin dormir. No quiero este año mirar con odio a los que tienen caja, no quiero desearles que ojalá se caigan y pierdan todo su precioso contenido, no quiero reírme a carcajadas como lo hice la vez que a una pobre niña se le quedó la caja adentro del metro y solo se percató cuando la puerta del vagón ya se había cerrado. Ustedes dirán que estaba corroído por la envidia… así es señores, tenía envidia y no de la sana (que por lo demás no existe), este año quiero ser yo el objeto de envidia de alguien que tenga el mismo grado de amargura dieciochera que tuve yo durante seis años. 

Suena mi teléfono, es el presidente del sindicato y me dice que puedo ir a buscar lo que para mí es un tesoro. Llego con mi cajita al escritorio, me siento, la contemplo, la acaricio, estoy emocionado al leer en un costado “Felices Fiestas”. La meto debajo del escritorio y no me levanto durante toda la tarde, ni siquiera para ir al baño, de tanto en tanto, acerco el pie para cerciorarme que sigue ahí. Al terminar la jornada, subo al bus de acercamiento que me lleva hasta el centro de Santiago. Comienzo a caminar feliz con la cajita en los brazos. Según yo es liviana, de hecho lo es, pero solo para llevarla dos cuadras, no siete. Como nunca he sido forzudo, a las tres cuadras ya voy apenas con la caja. La cara de felicidad se transforma en una expresión de dolor; las miradas que recibo no son de envidia sino de lástima yo creo, «pobrecito, va entero cagado», deben pensar los que se dan el tiempo de observarme. 

Quedan dos cuadras para llegar, vamos, vamos que se puede, lo peor ya pasó, casi no siento los brazos y una enorme catarata de sudor baja por mis sienes. Deseo llegar pronto, decido apurar el paso cuando me parece escuchar en la vereda de enfrente «está temblando», una señora aparece en la puerta de la casa que está a medio metro de distancia, su rostro paralizado por el terror me mira fijamente a los ojos y después baja la vista hacia mis manos, la miro con recelo y pienso «la cajita es mía, vieja sapa». Miro hacia arriba, los cables de electricidad y los semáforos se sacuden violentamente, sé que está temblando muy fuerte, pero mi cajita me protege y neutraliza mis sentidos. Me detengo para percibir el movimiento, pero nada, los cables siguen moviéndose y un automovilista me pregunta mientras el semáforo está en rojo: «¿está temblando?», a lo que respondo con un desganado, «parece que sí».



Estoy justo bajo la torre donde habitan mis padres, ya pasó el temblorcito y decido llamarlos, contesta mi mamá y escucho a la pobre vieja con la voz agitada y en tono apocalíptico diciéndome «hijo, por favor no subas». Es ahí cuando me doy cuenta que no fue un simple temblor y decido valientemente subir a ver cómo está todo, pero primero… vamos a casa a dejar la cajita. En el último trayecto veo a muchas personas abajo de los edificios, algunos con cara de pánico mientras que otros lloran. Me vibra el celular, dejo la cajita en el piso, puede ser importante, es un amigo que me envía un mensaje diciendo, «estoy en un piso 20 ¿qué hago?», calmadamente respondo con una sola palabra, «baja». Llego a mi edificio, la cordura vuelve a mi cabeza y decido optar por dejar la cajita al cuidado de los conserjes y retirarla cuando el caos haya pasado. Voy nuevamente en camino a la casa de mis padres, cuando se produce una fuerte réplica, al terminar me llega un mensaje nuevamente, es mi madre, «hijo por favor no vengas que es peligroso, además cortaron los ascensores». Como buen hijo, obedezco la orden de mi viejita, no tengo la más mínima gana de subir 17 pisos a pie. Vuelvo a mi edificio y pregunto por mi caja, el conserje me dice «pase no más ahí es… estaba», mira hacia todos lados, derecha, izquierda, arriba, abajo; la cajita no está. Seguramente, en el caos de la réplica alguien la tomó, mi tesoro debe estar en el mismo edificio y su contenido siendo dispuesto en otra despensa que no es la mía. Subo por el ascensor, me importa una mierda si tiembla, entro a mi departamento y me siento como Gollum después que le robaron a su tesoro precious. Ya más calmado me pongo a reflexionar y pienso que tal vez fue castigo divino por envidioso, burlón y mal intencionado. Doy un largo suspiro y me digo «hay que erradicar del alma los sentimientos negativos que nos envenenan el espíritu», pero… ojalá te atores con alguna aceituna, te intoxiques con la mayonesa, se te caiga la botella de pisco y al recoger los vidrios te cortes y que tengas unas infelices fiestas patrias, maldito ladrón. Me levanto aliviado, reviso mi alcancía donde junto monedas de quinientos pesos, las cuento, tengo justo diez lucas, decido guardarlas y usarlas para pagar el taxi en diciembre, cuando me entreguen la cajita navideña. Está empezando nuevamente a temblar.


*Elisa Montesinos es traductora, periodista y escritora. Master de Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York. Autora del libro de viaje Standby, encuadernado y cosido a mano. Ha realizado talleres de encuadernación artesanal, invitando a los lectores a coser su propio ejemplar del libro. Es editora del fanzine de artes visuales y escritura eL Paper Magazine, realizado en conjunto con la galería Local Project de Nueva York. Actualmente está terminando su segunda novela. Es la profesora del Taller Permanente de Novela en el Taller Estudio 112.
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